jueves, 26 de septiembre de 2013

EL CONCEPTO DE IGUALDAD



ALEXIS DE TOCQUEVILLE; su explicación sobre la igualdad en los Estados Unidos de América en la época de su fundación; ( fragmento introductorio a “La Democracia en América” primera edición, París, 1835, segunda reimpresión, páginas 31 y siguientes, FCE, México, 1973) 






Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. Da al espíritu público cierta dirección, determinado giro a las leyes; a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres particulares a los gobernados.






Pronto reconocí que ese mismo hecho lleva si influencia mucho más allá de las costumbres políticas y de las leyes, y que no predomina menos sobre la sociedad civil que sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no es productivo.






Así, pues a medida que estudiaba la sociedad norteamericana, veía cada vez más, en la igualdad de condiciones, el hecho generador del que cada hecho particular parecía derivarse, y lo volvía a hallar constantemente ante mi como un punto de atracción hacia donde todas mis observaciones convergían.






Entonces, transporté mi pensamiento hacia nuestro hemisferio, y me pareció percibir algo análogo al espectáculo que me ofrecía el nuevo mundo. Vi la igualdad de condiciones que, sin haber alcanzado como en los Estados Unidos sus límites extremos, se acercaba a ellos cada día más de prisa: y la misma democracia, que gobernaba las sociedades norteamericanas, me pareció avanzar rápidamente hacia el poder en Europa.






Desde ese momento concebí la idea de este libro.






Una gran revolución democrática se palpa entre nosotros. Todos la ven; pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva y, tomándola por un accidente, creen poder detenerla todavía; mientras otros la juzgan indestructible, porque les parece el hecho más continuo, el más antiguo y el más permanente que se conoce en la historia.






Me remonto por un momento a lo que era Francia hace setecientos años. La veo repartida entre un pequeño número de familias que poseen la tierra y gobiernan a los habitantes. El derecho de mandar pasa de generación en generación con la herencia. Los hombres no tienen más que un solo medio de dominar unos a otros: la fuerza. No se reconoce otro origen del poder que la propiedad inmobiliaria.






Pero he aquí el poder político del clero que acaba de fundarse y que muy pronto va a extenderse. El clero abre sus filas a todos, al pobre y al rico, al labriego y al señor;; la igualdad comienza a penetrar por la iglesia en el seno del gobierno, y aquél que hubiera vegetado como un siervo en eterna esclavitud, se acomoda como sacerdote entre los nobles, y a menudo se sitúa por encima de los reyes.






Al volverse con el tiempo más civilizada y más estable la sociedad, las diferentes relaciones entre los hombres se hacen más complicadas y numerosas. La necesidad de las leyes civiles se hace sentir vivamente. Entonces nacen los legislas. Salen del oscuro recinto de los tribunales y del reducto polvoriento de los archivos, y van a sentarse a la corte del príncipe, al lado de los barones feudales cubiertos de armiño y de hierro.






Los reyes se arruinan en las grandes empresas. Los nobles se agotan en las guerras privadas. Los labriegos se enriquecen con el comercio. La influencia del dinero comienza a sentirse en los asuntos del Estado. El negocio es una fuente nueva que se abre a los poderosos, y los financieros se convierten en un poder político que se desprecia y adula al propio tiempo. 






Poco a poco las luces se difunden. Se despierta la afición a la literatura y a las artes. Las cosas del espíritu llegan a ser elementos de éxito. La ciencia es un método de gobierno. La inteligencia una fuerza social y los letrados tienen acceso a los negocios.






Sin embargo, a medida que se descubren nuevos caminos para llegar al poder, oscila el valor del nacimiento. En el siglo XI, la nobleza era de un valor inestimable:; se compra en el siglo XIII; el primer ennoblecimiento tiene lugar en 1270, y la igualdad llega por gin al gobierno por medio de la aristocracia misma.






Durante los setecientos años que acaban de transcurrir, a veces, para luchar contra la autoridad regia o para arrebatar el poder a sus rivales, los nobles dieron preponderancia política al pueblo.






Más a menudo aún, se vio cómo los reyes daban participación en el gobierno a las clases inferiores del Estado, a fin de rebajar a la aristocracia.






En Francia, los reyes se mostraron los más activos y constantes niveladores. Cuando se sintieron ambiciosos y fuertes, trabajaron para elevar al pueblo al nivel de los nobles; y cuando fueron moderados y débiles, tuvieron que permitir que el pueblo se colocase por encima de ellos mismos. Unos ayudaron a la democracia con su talento, otros con sus vicios. Luis XI y Luis XIV tuvieron buen cuidado de igualarlo todo por debajo del trono, y Luis XV descendió él mismo con su corte hasta el último peldaño.






Desde que los ciudadanos comenzaron a poseer la tierra por medios distintos al sistema feudal y en cuanto fue conocida la riqueza mobiliaria, que pudieron a su vez crear la influencia y dar el poder, no se hicieron descubrimientos en las artes, ni hubo adelantos en el comercio y en la industria que no crearan otros tantos elementos nuevos de igualdad entre los hombres. A partir de ese momento, todos los procedimientos que se descubren, todas las necesidades que nacen y todos los deseos que se satisfacen, son otros tantos avances hacia la nivelación universal. El afán de lujo, el amor a la guerra, el imperio de la moda, todas las pasiones superficiales del corazón humano, así como las más profundas, parecen actuar de consuno en empobrecer a los ricos y enriquecer a los pobres.






En cuanto a los trabajos de inteligencia llegaron a ser fuentes de fuerza y de riqueza, se consideró cada desarrollo de la ciencia, cada conocimiento nuevo y cada idea nueva, como un germen de poder puesto al alcance del pueblo. La poesía, la elocuencia, la memoria, los destellos de ingenio, las luces de la imaginación, la profundidad del pensamiento, todos esos dones que el cielo concede al azar, beneficiaron a la democracia y, aun cuando se encontraran en poder de sus adversarios, sirvieron a la causa poniendo de relieve la grandeza natural del hombre. Sus conquistas se agrandaron con las de la civilización y las de las luces, y la literatura fue un arsenal abierto a todos, a donde los débiles y los pobres acudían cada día en busca de armas.






Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentran, por decirlo así, grandes acontecimientos que desde hace setecientos años no se hayan orientado en provecho de la igualdad.






Las cruzadas y las guerras y de los ingleses diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de las comunas introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la imprenta ofrece iguales recursos a su inteligencia,; el correo lleva luz, tanto al umbral de la cabaña del pobre, como a la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que todos los hombres gozan de las mismas prerrogativas para encontrar el camino del cielo. La América, descubierta, tiene mil nuevos caminos abiertos para la fortuna, y entrega al oscuro aventurero las riquezas y el poder.






Si, a partir del siglo XI, examinamos lo que pasó en Francia de cincuenta en cincuenta años, al cabo de cada uno de esos periodos, no dejaremos de percibir que una noble revolución se ha operado en el estado de la sociedad. El noble habrá bajado en la escala social y el labriego ascendido. Uno desciende y el otro sube. Casi medio siglo los acerca, y pronto van a tocarse.






Y esto no sólo sucede en Francia. En cualquier parte hacia donde dirijamos la mirada, notaremos la misma revolución que continúa a través de todo el universo cristiano.






Por doquiera se ha visto que los más diversos incidentes de la vida de los pueblos se inclinan a favor de la democracia. Todos los hombres la han ayudado con su esfuerzo_ los que tenían el proyecto de colaborar para su advenimiento y los que no pensaban servirla; los que combatían por ella, y aun aquellos que se declaran sus enemigos; todos fueron empujados confusamente hacia la misma vía, y todos trabajaron en común, algunos a pesar suyo y otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos en las manos de Dios.






El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones es, pues, un hecho providencial, y tiene las siguientes características: es universal, durable, escapa a la potestad humana y todos los acontecimientos, como todos los hombres, sirven para su desarrollo.






¿ Es sensato creer que un movimiento social que viene de tan lejos, puede ser detenido por los esfuerzos de una generación ? ¿ Puede pensarse que después de haber destruido el feudalismo y vencido a los reyes, la democracia retrocederá ante los burgueses y los ricos ? ¿ Se detendrá ahora que se ha vuelto tan fuerte y sus adversarios tan débiles ?






¿ A dónde vamos ? Nadie podría decirlo; los términos de comparación nos faltan; las condiciones son más iguales en nuestros días entre los cristianos, de los que han sido nunca en ningún tiempo ni en ningún país del mundo; así, la grandeza de lo que ya está hecho impide prever lo que se puede hacer todavía.






El libro que estamos por leer ha sido escrito bajo la impresión de una especie de terror religioso producido en el alma del autor al vislumbrar esta revolución irresistible que camina desde hace tantos siglos, a través de todos los obstáculos, y que se ve aún hoy avanzar en medio de las ruinas que ha causado.






No es necesario que Dios nos hable para que descubramos los signos ciertos de su voluntad. Basta examinar cuál es la marcha habitual de la naturaleza y la tendencia continua de los acontecimientos. Yo se, sin que el creador eleve la voz, que los astros siguen en el espacio las curvas que su dedo ha trazado. 






Si largas observaciones y meditaciones sinceras conducen a los hombres de nuestros días a reconocer que el desarrollo gradual y progresivo de la igualdad es, a la vez, el pasado y el porvenir de su historia, el solo descubrimiento dará a su desarrollo el carácter sagrado de la voluntad del supremo Maestro. Querer detener la democracia parecerá entonces luchar contra Dios mismo. Entonces no queda a las naciones más solución que acomodarse al estado social que les impone la providencia.






Los pueblos cristianos me parecen presentar en nuestros días un espectáculo aterrador. El movimiento que los arrastra es ya bastante fuerte para poder suspenderlo, y no es lo suficientemente rápido para perder la esperanza de dirigirlo: su suerte está en sus manos; pero bien pronto se les escapa.






Instruir a la democracia, reanimar si se puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimiento, sustituir poco a poco con la ciencia de los negocios públicos su inexperiencia y por el conocimiento de sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adaptar su gobierno a los tiempos y lugares; modificarlos según las circunstancias y los hombres: tal es le primero de los deberes impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen la sociedad.






Es necesaria una ciencia política nueva a un mundo enteramente nuevo.






Pero en esto no pensamos casi: colocados en medio de un río rápido, fijamos obstinadamente la mirada en algunos restos que se perciben todavía en la orilla, en tanto que la corriente nos arrastra y nos empuja retrocediendo hacia le abismo.






No hay pueblos en Europa, entre los cuales la gran revolución social que acabo de describir haya hecho mas rápidos progresos que el nuestro. Pero aquí siempre ha caminado al azar.






Los jefes de Estado jamás le han hecho ningún preparativo de antemano; a pesar de ellos mismos, han surgido a sus espaldas. Las clases más poderosas, más inteligentes y más morales de la nación no han intentado apoderarse de ella, a fin de dirigirla. La democracia ha estado, pues, abandonada a sus instintos salvajes; ha crecido como esos niños privados de sus cuidados paternales, que se crían por si mismos en las calles de las ciudades y que no conocen de la sociedad más que sus vicios y miserias. Todavía se pretendió ignorar su presencia, cuando se apoderó de improviso del poder. Cada uno se sometió con servilismo a sus menores deseos; se la ha adorado como a la imagen de la fuerza; cuando en seguida se debilitó por sus propios excesos, los legisladores concibieron el proyecto de instruirla y corregirla y, sin querer enseñarla a gobernar, no pensaron más que en rechazarla del gobierno. 






Así resultó que la revolución democrática se hizo en el cuerpo de la sociedad, sin que se consiguiese en las leyes, en las ideas, en las costumbres y los hábitos, que era el cambio necesario para hacer esa revolución útil. Por tanto tenemos la democracia, sin aquello que atenúa sus vicios y hace resaltar sus ventajas naturales; y vemos ya los males que acarrea, cuando todavía ignoramos los bienes que puede darnos.






Cuando el poder regio, apoyado sobre la aristocracia, gobernaba apaciblemente a los pueblos de Europa, la sociedad, en medio de su miserias, gozaba de varias formas de dicha, que difícilmente se pudieron concebir y apreciar en nuestros días.






El poder de algunos súbditos oponía barreras insuperables a la tiranía del príncipe; y los reyes, sintiéndose revestidos a los ojos de la multitud de un carácter casi divino, tomaban, del respeto mismo que inspiraban, la resolución de no abusar de su poder.






Colocados a gran distancia del pueblo, los nobles tomaban prte en la suerte del pueblo con el mismo interés benévolo y tranquilo que el pastor tiene por su rebaño; y, sin acertar a ver en el pobre a su igual, velaban por su suerte, como si la Providencia lo hubiera confiado en sus manos.






No habiendo concebido más idea del Estado social que el suyo, no imaginando que pudiera jamás igualarse a sus jefes, el pueblo recibía sus beneficios, y no discutía sus derechos. Los quería cuando eran clementes y justos, y se sometía sin trabajo y sin bajeza a sus rigores, como males inevitables enviados por el brazo de dios. El uso y las costumbres establecieron los límites de la tiranía, fundando una clase de derechos entre la misma fuerza.






Si el noble no tenía la sospecha de que quisieran arrancarle privilegios que estimaba legítimos, y el siervo miraba su inferioridad como un efecto del orden inmutable de la naturaleza, se concibe el establecimiento de una benevolencia recíproca entre las dos clases tan diferentemente dotadas por la suerte. Se veían en la sociedad, miserias y desigualdad, pero las almas no estaban degradadas.


No es el uso del poder o el hábito de la obediencia lo que deprava a los hombres, sino el desempeño de un poder que se considera ilegítimo, y la obediencia al mismo si se estima usurpado u opresor.






A un lado estaban los bienes, la fuerza, el ocio y con ello las pretensiones del lujo, los refinamientos del gusto, los placeres del espíritu y el culto de las artes. Al otro el trabajo, la grosería y la ignorancia.






Pero en el seno de esa muchedumbre ignorante y grosera, se encontraban también pasiones enérgicas, sentimientos generosos, creencias arraigadas y salvajes virtudes.






El cuerpo social, así organizado, podía tener estabilidad, poderío y sobre todo, gloria.






Pero he aquí que las clases se confunden; las barreras levantadas entre los hombres se abaten; se divide el dominio, el poder es compartido, las luces se esparcen y lasa inteligencias se igualan. El estado social entonces vuélvese democrático, y el imperio de la democracia se afirma en fin pacíficamente tanto en las instituciones como en las conciencias.






Concibo una sociedad en la que todos, contemplando la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo; en al que la autoridad del gobierno, sea respetada como necesaria y no como divina; mientras el respeto que se tributa al jefe del Estado no es hijo de la pasión, sino de un sentimiento razonado y tranquilo. Gozando cada uno de sus derechos, y estando seguro de conservarlos, así es como se establece entre todas las clases sociales una viril confianza y un sentimiento de condescendencia recíproca, tan distante del orgullo como de la bajeza.






Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprenderá que, para aprovechar los bienes de la sociedad, es necesario someterse a sus cargas. La asociación libre de los ciudadanos podría reemplazar entonces al poder individual de los nobles, y el Estado se hallaría a cubierto contra la tiranía y contra el libertinaje.






Entiendo que en un Estado democrático, constituido de esta manera, la sociedad no permanecerá inmóvil; pero los movimientos del cuerpo social podrán ser reglamentados y progresivos. Si tiene menos brillo que en el seno de una aristocracia, tendrá también menos miserias. Los goces serán menos extremados, y el bienestar más general. La ciencia menos profunda, si cabe; pero la ignorancia más rara. Los sentimientos menos enérgicos, y las costumbres más morigeradas. En fin, se observarán más vicios y menos crímenes. 






A falta del entusiasmo y del ardor de las creencias, las luces y la experiencia conseguirán alguna vez de los ciudadanos grandes sacrificios. Cada hombre siendo análogamente débil sentirá igual necesidad de sus semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a condición de prestar su concurso, comprenderá sin esfuerzo que para él el interés particular se confunde con el interés general.










La nación en sí será menos brillante si cabe, o menos gloriosa, y menos fuerte tal vez; pero la mayoría de los ciudadanos gozará de más prosperidad, y el pueblo se sentirá apacible, no porque desespere de hallarse mejor, sino porque sabe que está bien.






Si todo no fuera bueno y útil en semejante estado de cosas, la sociedad al menos se habría apropiado de todo lo que puede resultar útil y bueno, y los hombres, al abandonar para siempre las ventajas sociales que puede proporcionar la aristocracia, habrían tomado de la democracia todos los dones que ésta puede ofrecerles.






Pero nosotros, al abandonar el estado social de nuestros abuelos, dejando en confusión, a nuestras espaldas sus instituciones, sus ideas y costumbres, ¿ qué hemos clocado en su lugar ?






El prestigio del poder regio se ha desvanecido sin haber sido reemplazado por la majestad de las leyes. En nuestros días el pueblo menosprecia la autoridad, pero le teme, y el miedo logra de él más de lo que proporcionaban antaño el respeto y el amor.






Me doy cuenta de que hemos destruido las existencias individuales que pudieran luchar separadamente contra la tiranía; pero veo el gobierno ( aquí falta algo, así aparece en el libro ) poraciones a los hombres. A la fuerza, alguna vez opresora, pero a menudo conservadora de un pequeño número de ciudadanos ha sucedido, pues, la debilidad de todos.






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